sábado, 22 de agosto de 2015

"El arte del parpadeo", de Alejandro Ferreiro

Libro tosco, sin columna vertebral alguna, y casi sin historia; repleto de retoricismo y frases construidas con los pies, como por ejemplo "Gerard supo estar bien, debió estar bien, pero estando mal. Y se cuidó", o "La vida es maravillosa y por eso mismo sabe lo que hace". Abundan las ideas simplonas y sin la más mínima repercusión diegética, tanto así que cuesta distinguir el texto del borrador de un mal programa de radio.

El tiempo narrativo se reduce al instante en que un pescador, Gerard, logra enganchar con su anzuelo y extraer un pez del río que corre junto a un pueblo llamado Insondable; en los intersticios de este acto se presenta una sopa de giros retóricos vacíos sobre una narración fofa e insulsa, llena de las palabras cosa -el narrador parece tener una predilección por este vocablo- y energía, aderezada de breves párrafos iniciados con "Y". 

En la segunda mitad del libro se bosqueja brevemente la historia de una relación amorosa entre Gerard y "su mujer", que nunca es desarrollada, más allá de unos brevísimos simulacros de narración.

Creo que al borrador del libro no le hubiese perjudicado aunque sea una sola revisión o lectura por arriba, y quizá una reescritura completa. Tiene éxito en cuanto a que la obra apuntaría a encajar "la fugacidad de la existencia", y efectivamente la fugacidad de la existencia artística es la que permea el libro desde la primera página.

El libro te lo venden en una oferta de 3 por $250, y hay que advertir a posibles lectores que no es bueno para encender leña. Letra punto 20, enorme, para hacer bulto (viejo truco de Random House Mondadori). En la librería no te devuelven las dos o tres horas que invierte la lectura.

lunes, 29 de junio de 2015

"Las manos de Eurídice", de Pedro Bloch

Asistí a la interpretación de "Las manos de Eurídice", de Pedro Bloch, que puso en escena Cristian Thorsen, actor argentino que en única función -y dirigiéndose a sí mismo- se apoderó del viejo Teatro Victoria, de la calle Río Negro, casi Uruguay.

Notable actuación de Thorsen. Repito: Notable. Como si su objetivo fuese el desplegar todo el repertorio contenido en su ser y en sus talentos, Thorsen se apodera de la obra de Bloch y la va ejecutando lentamente, con su personal in crescendo, para culminar en el núcleo crítico del texto sin que se aprecie ninguna de las costuras que implica tal factura.

Desde el gen de lo canallesco, pasando por la timidez de la víctima, la dulcedumbre del verdugo o la herejía del que sobrevive, el personaje de Thorsen utiliza su cuerpo y sobrevuela todas las aguas de la dramaturgia para establecerse en un universo dramático que engulle al público.

Hay que aquilatar un poco este logro: la obra, una ejecución unipersonal en dos actos, requiere considerable talento por parte del artista para evitar que caiga en una parrafada idiotizante cuya licuefacción teatral sólo llevaría a liquidar el texto de Bloch. Thorsen posee estos talentos; conecta con el espectador, lo involucra, lo hace partícipe, pero no de una manera achatada e inconsecuente, sino con el tacto que la obra de Bloch exige para que su ejecución sea pausada, reflexiva, con los tiempos idóneos. Thorsen no establece simplemente la tensión en el espectador: utiliza todo su cuerpo para ser el pensamiento de la tensión mismo.

La gestualidad y la vocalización de Thorsen son de enorme estudio y de excelente ejecución: el mecerse en la obra sin apurar el cenit y sin forzar el nadir; el saber equilibrarse al momento de elevar la voz, de utilizar los ojos, de estudiar sus manos. No abusa de su violencia muscular ni se desgasta en la pusilanimidad del balbuceo, la repetición o el achaque. Hasta el sudor que transpira parece frotarse con el texto, como ejecutando el pacto. La puesta en escena toda es un tour de force de la gestualidad artística que debe poseer un actor de teatro para merecer ese nombre.

He aquí lo mágico del talento de Thorsen en esta noche: te envolvía en su energía y te hacía desear, por un momento, el ser actor de teatro. En ciertos momentos, el texto de Bloch se volvía la excusa que ese hombre utilizaba para que quienes habíamos asistido deseáramos ser el personaje desarticulado, complejo y damnificado de su propia mente, que era el ser, el mínimo ser que Bloch le había obsequiado esa noche.

Espero tener la oportunidad de volver a presenciar a Thorsen en Uruguay. Su talento es de lo mejor que he visto en tiempos recientes. En cada obra, en cada actuación, en cada gesto o movimiento de manos, allí siempre hay un espectador agazapado, cruel, dispuesto a traicionar al actor. Thorsen aparece en guardia, y su lid nos llega hasta lo íntimo, sin aviso. Notable

"Historias de locura común", de Petr Zelenka

Aunque fuese gratis, ésta es una de las peores obras que deben de estar en exhibición en el circuito teatral montevideano.

Sin una columna vertebral que le dé sustento a la puesta en escena; haciendo gala de un humor especialmente burdo, facilón, carente de inteligencia o tacto, un humor procesado y listo para ser digerido como una hamburguesa de tripa de perro; con un concepto del absurdo más cercano al de la cabareteada ridícula y estupidizante que al de la biología de una mosca (no ayudaron algunas excentricidades alpedistas de algunos personajes), lo único que salvaría a esta obra del olvido es si el Estado decretare la prohibición de olvidarla.

Particularmente pésima es la actuación de Denise Daragnès, al punto que me hace considerar si debería asistir a obras en las que Daragnés participe: podría darse el caso de que el oficio de Daragnés sea el de simular que participa en una obra de teatro, cuando en realidad su oficio sea el de estropear personajes. Parece que Zelenka hace que la madre (que es el personaje que interpreta Daragnès) de Pedro ladre, según Zelenka como muestra de locura o de... algo. En Daragnès ocurre más como insulto intelectual o como apelación jim-carreyana y de la mala: cuando simuló que ladraba por segunda vez estuve a punto de levantarme y detener la obra para ir al baño, a hacer la primera.

Podría decir que iguales de malos fueron las interpretaciones de Xavier Lasarte y Oliver Luzardo (Lasarte se llevaría un Razzie, si estuviéremos en otro género), pero no hay que decir en 500 palabras lo que se puede decir en 450.

El único papel verdaderamente a destacar fue el de Gustavo Bianchi, que interpreta el personaje de Mosca. Su actuación me pareció más a tono con lo que se pedía del texto -y, asumo, con la intención primigenia de Zelenka-. y me gustaría verlo nuevamente en otra obra que demande mayores exigencias de su talento. Bianchi es ligeramente más fresco, y el desarrollo de su personaje apela un poco menos al griterío y al blandir convulso de manos; también ostenta un dominio natural de su gestualidad. 

Demás está decir que el posible sentido crítico de la obra se ve licuado en este ir y venir de exabruptos e hipos excentricistas, y la potencia crítica del texto -si es que aquella aparece cosida a éste en alguna parte- se reduce a un bostezo, algunos carraspeos y unas miraditas impacientes al reloj de pulsera.

Si las direcciones de Alfredo Goldstein son así, quizá sea mejor ir directamente a la República Checa y presenciar la obra en su idioma original, aunque uno no sepa de él ni dos sílabas.

¿Hay algún chiste vital detrás de esta obra? ¿El universo se ha confabulado para decirnos algo? ¿Es el maniquí el mensajero de los hombres, las ropas, los dioses? Y los fraudulentos comentarios elogiosos de este bodrio, lanzados descaradamente por la prensa sin descaro, ¿son parte de una broma de mal gusto?

Mejor, escribirlas uno mismo.

lunes, 25 de mayo de 2015

"Hitch-22", memorias de Christopher Hitchens

Uno no sabe muy bien qué hacer de las memorias de Hitchens: por un lado, representan un breve fresco del desarrollo de un ex-trotskista que, gracias al periodismo y una militancia de izquierda, parece haber obtenido  una serie de flashes ideales sobre una multitud de eventos históricos relevantes (desde la revolución cubana, hasta el advenimiento de la administración Obama, pasando por 1968, Watergate, el 11 de Septiembre estadounidense, etcétera).

Por otro lado, más que un trotskista (o ex-trotskista) y más que un peligroso militante de izquierda, parece  la historia de un ferviente luchador liberal, cuyo relato no es más que una fanfarria autocomplaciente y gorda, donde los nombres, los procesos y las saliditas "ingeniosas" son eyaculadas a diestra y siniestra, mientras se nos invita a regodearnos en la autocomplacencia del periodista.

Tenemos cierta ventaja histórica, en algunos casos: lo que Hitchens consideraría "mágico", "potencialmente revolucionario" y transformador, como por ejemplo 1968, nos parece ahora, bajo las lupas más frías y cínicas del siglo XXI, una revuelta liberal -transformadora, sí- de lo más conservadora posible, esto es: en cuanto al capitalismo, una situación bastante más cosmética, desagradablemente cosmética, que los que sus protagonistas les gustaría admitir.

¿Y qué puede ser un turista revolucionario británico visitando campos especialmente diseñados para ellos en Cuba? Tipos blancos, sin callosidades en las manos, de ojos azules, ricos y venidos de Oxbridge, que visitan la isla, para después ir por allí hablando sobre la revolución y de un plumazo o dos elaborar algunas frases contundentes y categóricas sobre el proceso, no es precisamente la idea que uno se hace de un revolucionario.

Hitchens tiene fama de polemista, ironista, astuto y fiero pensador,  y, a decir verdad, creo que su servicio como antiteísta y como liberal -dada su enorme posición de visibilidad- son bastante más útiles que si estuviesen ausentes.[1] Por otro lado, Hitchens mismo no es perfecto: él será el primero en reconocer que su ser contradictorio es algo de lo que está consciente, pero de lo que no puede ser acusado, básicamente porque no existen seres contradictorios capaces de hacerlo.

Ahora... revuela por las memorias cierta condescendencia, por decirlo de alguna manera, con lo que podríamos llamar de "izquierda": cierto "mijismo", cierto "been there, done that". Los quilates o la autoridad intelectual del contenido de las memorias parecería emanar más de una acumulación de méritos que de verdaderas ideas: asistimos al escalamiento profesional de Hitchens basado en "me nombraron aquí", "conseguí este puesto allá", pero en ningún momento sabemos debido a qué fue obtenido ese logro. No sabemos tampoco qué fructífure reflexión aportó al estado de las cosas en la búsqueda del socialismo en la actualidad; sí sabemos que era un ferviente defensor de la guerra de Irak, y que pensaba que la emergencia del "fascismo islámico" era quizá la principal amenaza política atendible, por parte de Estados Unidos. Desde  un punto de vista marxista, sí, Osama Bin Laden es más peligroso que Colin Powell o Condolezza Rice; ahora, ¿es Bin Laden más peligroso que Doug McMillon o que British Petroleum?[2]

No sabemos qué de Trotski o qué de Marx sobrevive en Hitchens. Quizá nunca hubo nada, sino sólo adolescencia intelectual, chisporroteante e irónica, "ingeniosa", si se quiere, pero adolescencia intelectual en fin. Apetito libertario, ese herculeano apetito. Murió en el 2011, de cigarrillo y guaro de excelente marca. Poco más a destacar.[3]
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[1] O no, quizá simplemente sea sea un cerdo burgués guiado por los más imbéciles apetitos.

[2] El planteo de la pregunta ya es estupidizante, porque somete al interrogado a una especie de balanceo deportivo entre dos pugilistas, reduciendo de manera asnal el verdadero contenido de la cuestión. Pero si Hitchens plantea la situación en esos términos, y busca reasimilarnos a su mundo asnal, entonces le podemos devolver con la misma moneda.

[3] Bueno, para ser un libro de basura cultural, hay que destacar que la edición es bonita, el encuadernado es eficiente, las hojas lindas.

domingo, 17 de mayo de 2015

"This Boy's Life", de Tobias Wolff

Libro ágil, sobre el que corrés básicamente en dos tardes, con sus interrupciones. Cubre, in media res, desde el año 1955, cuando Wolff tenía diez años, hasta una línea difuminada entre 1962 y 1963, momento en el que Wolff se prepara para alistarse con los Marines después de haber sido echado de un prestigioso colegio privado californiano (al que había accedido a través de una beca fraudulenta).

Los coprotagonistas de esta autobiografía novelada son, sin duda, su madre y uno de sus padrastros, Dwight. La potencia del relato está sedimentada no tanto en los bits de folclorismo cultural de la vida gringa en los años 50s -folclorismo éste que sin duda se siente palpitar a lo largo del libro-, sino en ese vals afectivo un tanto cruel que bailan su madre y el Wolff narrador. 

En realidad, es bastante difícil escribir sobre la madre de uno y no ser un poco ridículo o ya de entrada anacrónico y casi carente de interés.[1] Wolff lo hace medianamente interesante porque se acerca de forma oblicua al personaje de "Rosemary", sin ningún tipo de pornografía psicológica pseudopsicoanalítica -muy habitual en la literatura pop uruguaya de reciente cuño- y con la suficiente brevedad como para no gastar la influencia que todo el fantastma maternal ejerce sobre el narrador: el peso de la figura la sentimos flotar durante todo el texto, sin realmente imponerse ni ahogarle. La creación de esta especie de respiradero narrativo por parte de Wolff es un gran acierto, por el que le agradecemos nuestras horas invertidas en la empresa.

Técnicamente, el libro está perfectamente pulido, y encaja seamlessly en la gran tradición realista estadounidense. El estilo es tan idóneamente trabajado que no tiene estilo.[2] Se puede usar hasta de manual, cosa no muy lejos de la realidad de los actuales "creative workshops" de las universidades estadounidenses donde a gente idealmente sensible y esmerada -aunque un poco gandulera- se le enseña "cómo escribir", estimulando la creatividad y puliendo algunas reglitas.

En fin: un libro lindo para pasar la tarde, no muy aprovechable si estás buscando crecer como persona o como escritor. Bien escrito, legítimo, e indagatorio hasta la primera pausa; por suerte te dirá muchas cosas que ya sabés. Quizá hasta te alegres de que alguien "exprese exactamente lo que ya habías pensado".

Tiene lindas imágenes.
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[1] El único posible interés sobre un texto de alguien hablando sobre la madre radica en que uno no haya leído básicamente ningún texto anglosajón durante toda su vida, o en que uno haya tenido muchos dwights, y necesite revolcarse un poco más en toda esa suculenta hiel.

[2] Cfr. por ejemplo con Azorín, y su idea de que el estilo perfecto era el "estilo invisible", un estilo tan trabajado y naturalizado que se hacía invisible frente a nuestros más agrios gendarmes del gusto.