lunes, 29 de junio de 2015

"Historias de locura común", de Petr Zelenka

Aunque fuese gratis, ésta es una de las peores obras que deben de estar en exhibición en el circuito teatral montevideano.

Sin una columna vertebral que le dé sustento a la puesta en escena; haciendo gala de un humor especialmente burdo, facilón, carente de inteligencia o tacto, un humor procesado y listo para ser digerido como una hamburguesa de tripa de perro; con un concepto del absurdo más cercano al de la cabareteada ridícula y estupidizante que al de la biología de una mosca (no ayudaron algunas excentricidades alpedistas de algunos personajes), lo único que salvaría a esta obra del olvido es si el Estado decretare la prohibición de olvidarla.

Particularmente pésima es la actuación de Denise Daragnès, al punto que me hace considerar si debería asistir a obras en las que Daragnés participe: podría darse el caso de que el oficio de Daragnés sea el de simular que participa en una obra de teatro, cuando en realidad su oficio sea el de estropear personajes. Parece que Zelenka hace que la madre (que es el personaje que interpreta Daragnès) de Pedro ladre, según Zelenka como muestra de locura o de... algo. En Daragnès ocurre más como insulto intelectual o como apelación jim-carreyana y de la mala: cuando simuló que ladraba por segunda vez estuve a punto de levantarme y detener la obra para ir al baño, a hacer la primera.

Podría decir que iguales de malos fueron las interpretaciones de Xavier Lasarte y Oliver Luzardo (Lasarte se llevaría un Razzie, si estuviéremos en otro género), pero no hay que decir en 500 palabras lo que se puede decir en 450.

El único papel verdaderamente a destacar fue el de Gustavo Bianchi, que interpreta el personaje de Mosca. Su actuación me pareció más a tono con lo que se pedía del texto -y, asumo, con la intención primigenia de Zelenka-. y me gustaría verlo nuevamente en otra obra que demande mayores exigencias de su talento. Bianchi es ligeramente más fresco, y el desarrollo de su personaje apela un poco menos al griterío y al blandir convulso de manos; también ostenta un dominio natural de su gestualidad. 

Demás está decir que el posible sentido crítico de la obra se ve licuado en este ir y venir de exabruptos e hipos excentricistas, y la potencia crítica del texto -si es que aquella aparece cosida a éste en alguna parte- se reduce a un bostezo, algunos carraspeos y unas miraditas impacientes al reloj de pulsera.

Si las direcciones de Alfredo Goldstein son así, quizá sea mejor ir directamente a la República Checa y presenciar la obra en su idioma original, aunque uno no sepa de él ni dos sílabas.

¿Hay algún chiste vital detrás de esta obra? ¿El universo se ha confabulado para decirnos algo? ¿Es el maniquí el mensajero de los hombres, las ropas, los dioses? Y los fraudulentos comentarios elogiosos de este bodrio, lanzados descaradamente por la prensa sin descaro, ¿son parte de una broma de mal gusto?

Mejor, escribirlas uno mismo.

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