sábado, 16 de septiembre de 2017

"Nadie nada nunca", de Juan José Saer

Es revoloteo sobre los cuerpos, donde vas a encontrar que el cuerpo, el verdaderamente cuerpo, no es más que el río vocal saeriano que modela entre sus bucles la sustancia de Nadie nada nunca. Aquí la anécdota está sobreseída, y a quien acusamos es a la palabra vertida río, que Saer teje alrededor de un puñado de movimientos diegéticos: unas escenas en la playa, una muerte, uno o dos misterios, una asfixia. Discúlpenme si soy demasiado bello al escribir esto.

Saer se dedica a moldear este puñado de escenas desde diversos puntos de vista, mientras reintroduce, de forma casi metronómica, cuadros y gestos estéticos que tornan a ocupar un lugar monolítico a lo largo de la obra: el río liso, el cuadro de la playa frente a la casa de Gato Garay, la isla polvorienta, el calor de febrero y su abrasamiento mental, volátil. La elección de estos cuadros y el trabajo técnico de estos cuadros logran que su bicicleteo constante en la historia produzca una danza verbal de un bellísimo efecto: sabemos que el misterio está tejido, sabemos que detrás de los cuadros y en el intersticio de las escenas bucea la política revisando cada sintagma y cada ideologema; y sin embargo nos arrastra el río liso, el bronce de las pieles, nos cautiva la arritmia de una muerte, la asfixia de la política, el caos de los ligustros.

Este libro no está pensado para los que adoran el renglón seguido, la jungla familiar, la física para ir desde A hasta B. No sirve para ordenar el orden en la mesa. Lamentablemente hemos perdido el manual instructivo. Si hablábamos de con qué comida tomar cuáles vinos, hemos perdido el manual. Bien, este libro no es para ellos, entonces.

¿Ya he dicho que no me amedrenta mi belleza?

Habría que aprender de libros como éste.